lunes, 26 de mayo de 2014

shine II.





Me desperté con el puto dolor de cuello y con el piercing de la oreja aplastado por el propio peso de mi cabeza. Además de un mal cuerpo de la hostia e inexistentes ganas de moverme de allí.
Estaba destrozada. 
Miré la hora y me eché las manos a la cabeza.
Joooder. Las 16.11h. 
Me cago en dios.

Por la mañana, en mi borrachera de felicidad, mi resaca de cerveza y mi desintoxicación a base de sol, había prometido estar a las cuatro y cuarto en el arco del casco antiguo de la ciudad. Es decir, tenía cuatro minutos para vestirme, volver a la realidad, ponerme la careta de persona normal y atravesar media ciudad en bus.
Ni que decir tiene, que fue imposible.

A las cinco menos veinte estaba bajándome del bus una parada después de la que debía (por despiste mío) escondida en mis gafas de sol y cagándome en la puta.
Caminé hacia el arco algo agitada pero despacio, lo cual me llevó unos cinco minutos más y allí estaba mi colega como siempre.

Tiene cara de niño travieso y sonrisa juguetona. La cara repleta de pecas y una mirada como las hay pocas. Llevaba un gorro e iba en chándal, como siempre. Estaba apoyado en su bici en un banco apartado con un porro humeante en su mano. Me sonrió en cuanto me vio y nos abrazamos. 

Tras una discusión rápida y unos calos en el banco nos encaminamos a un parque que hay algunas calles más abajo, y aquí, realmente empieza la historia que quería escribir.

Cuando llegamos, hacía una tarde de puta madre, ya se me había pasado todo y estaba en la gloria con el solecito. 
Nos colocamos en un banco y mi colega se acercó en la bici a por unos litros mientras yo me liaba algo.

Al final, no sé cómo pasó, no sé cómo llegamos a la siguiente situación, pero cuando volví a ser consciente estábamos sentados en un muro al sol, hablando con una mujer bastante peculiar sentada en frente de nosotros en el suelo.

La vieja Bárbara, que después me enteré de su nombre, era una mujer de 45 años, morena de piel y pelo, y llevaba por atuendo algo a lo que yo califiqué en un principio como disfraz de indio. Calzaba unos botines marrones de cordones, unos pantalones estampados bastante raros de los que solo le podía ver los bajos ya que iba cubierta por un abrigo por debajo de las rodillas color verde desgastado, o quizás era beige en su origen... o gris. No lo sé. Pero, lo que le daba el toque tan peculiar, además de sus características  personales, era un pañuelo de colores puesto rodeando la cabeza por su frente a modo de indio o algo así, y sobretodo, una especie de poncho roñoso hecho con una alfombra vieja con un agujero en medio para la cabeza y un par de rayas que combinaban con su extraño tocado del pelo.

La mujer no tenía dientes, a excepción de un colmillo superior medio partido y negro el cual enseñaba constantemente cada vez que reía. Que reía bastante. 
Pero lo que más me llamó la atención, a parte de la situación, fue su mirada. Tenía una mirada muy extraña.Decidí  escribir esto solo por eso. 
Por su mirada. 

Era la de alguien que no pertenecía a ese cuerpo mugriento que la llevaba, era la de una mujer guapa, viva, con un buen futuro echado a perder. Alguien que la vida la había jodido, y no había sabido arreglarlo a tiempo, era la de una veinteañera inconsciente, loca, y ahora, madre. Sus ojos eran de un marrón chocolate que brillaba con la luz de una forma diferente a lo que estaba acostumbrada a ver. No era la típica  mirada apagada de un yonqui tirado en la calle sin más preocupación que su siguiente pico.
Era una mirada jodidamente viva, mona, incluso divertida. Tenía una mirada muy bonita y tan inconsonante con el resto de su físico que me llamó poderosamente la atención y sentí la necesidad de hacerle caso.

No sé cómo surgió la conversación pero yendo colocados supongo que tampoco nos costaría mucho. Lo primero que recuerdo es a la mujer insistiendonos sobre un tema que creo que ni si quiera venía a colación.

– Los barbitúricos con el alcohol no hay que rebujarlos nunca eh – nos decía la vieja Bárbara agitando las manos mientras nos lo razonaba usando un montón de tecnicismos de los que de la mitad desconocía su significado. 
Yo no sé qué habría sido ella antes de ser yonqui y estar tirada en la calle, pero a lo largo de toda la conversación no hacía más que soltar tecnicismos en diferentes campos de conocimiento.

También nos habló sobre el acero inoxidable, las latas y el aluminio, ya que llevaba una bolsa de plástico verde llena de ceniceros hechos de latas vacías, cortados y, la verdad, muy bonicos. Nos decía que era una aleación de niquina o no sé qué tecnicismo que yo no conocía, por lo que tampoco sé si se lo estaba inventando. Aunque me daba la sensación de que no. Nos contó la eterna duración de sus ceniceros de lata, que conocía a gente que le habían durado diez años y nos insistió mucho en lo siguiente:

– Que eso tú le da con agua asi pshhhh –hacía un sonido de efecto especial del agua– y se queda nuevo. Tú eso le da con agua y verá como brilla y de to. Que esto dura un montón, así, limpico.

La vieja era de Cadiz. Y yo no sé como había  acabado en donde estábamos, no nos lo contó, pero estaba lejos de casa.

Iba saltando de tema a tema, que yo no sé si fue por su colocón, o por el mío, pero me daba la sensación constantemente de que no llevaba ningun hilo conductor de la conversación. Pero luego, al rato de estar hablando de algo, te lo unía con lo anterior de una forma sorprendente, así  que me hacía dudar si la colocada era yo o ella iba peor. Yo hubiera perdido el hilo si estuviera creando un discurso de tal complejidad,como ella hacía, y encima mezclándolo con cerveza caliente y porros.








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